Mi amigo Octavio
Patricia Hernández Velázquez
Veracruz, México
En la radio se escucha una vieja melodía. Es
la canción favorita de Octavio, mi gran amigo a quien no veo desde hace algunos
años. ¿Qué habrá sido de él? Miro hacia el espejo y observo el maquillaje, mi
ropa y verifico que la zapatilla combine con la bolsa. No puedo creer que nos
veremos nuevamente en unos momentos.
Me acuerdo que le perdí la pista dos meses
antes de casarme. Debo apresurarme, nos citamos a las siete y ya son las seis
treinta de la tarde. Qué feliz me siento, mi mente retorna quince años atrás
cuando nos conocimos en aquel verano. Ambos éramos docentes y compañeros en un bachillerato particular.
Lo recuerdo bien vestido, afeitado y peinado, aunque llamó más mi atención su
perfume Dolce & Gabanna, que aceleraba a algunas mujeres a su paso.
La primera vez que nos vimos, lo noté
interesado en mí. Un día, durante el receso, se me acercó en la cafetería y se
presentó dándome amablemente la mano. Confieso que el corazón me latió
acelerado y las manos me sudaron durante los veinticinco minutos que duró el
descanso. Ese fue el comienzo y día a día acordábamos desayunar juntos.
Los desayunos se convirtieron en comidas y de
las comidas pasamos a las tardes de café, las cenas y, claro, a disfrutar de la
vida nocturna cada fin de semana.
Diariamente iba a buscarme a casa.
Platicábamos largas tardes hasta dar las diez de la noche, hora en que se
regresaba a su casa. Era el compañero ideal. Todos decían que yo le gustaba y a
mí también, pero sólo se concretaba a correrme a los pretendientes con la
mirada.
Una noche, en uno de los tantos antros que recorríamos,
me presentó a un grupo de amigos, todos ellos guapísimos, quienes, al igual que
él, parecía que iban a una pasarela de algún diseñador, por lo bien vestidos
que iban. Yo, con tan sólo veinticuatro años, no tenía gran experiencia en
caballeros, pero noté en ellos un amaneramiento femenino. Observé que, aunque
Octavio tenía voz gruesa, algunas veces parecía se le escapaba uno que otro
movimiento de caderas poco usual en los hombres, mas como me atraía, y además era un buen prospecto, es decir, el
novio que cualquiera de mis amigas de aquella época hubiera querido y, según mi
prima, agradable, nunca le vi los
defectos o quería engañarme. Recuerdo que, durante esa velada, con el calor de
las copas, me miró largo rato. Observó el vaivén de mis caderas bajo el vestido
azul abierto de los lados. Uno de sus amigos, al percatarse de su mirada, salió
molesto del lugar.
La música era provocativa entre alcohol y humo
de cigarro.
Repentinamente, sus manos tocaron mis mejillas
y, en cuestión de segundos, me vi envuelta entre sus labios. Sus manos
recorrieron mi espalda mientras su lengua escudriñaba lenta y suavemente. No
recuerdo por qué, pero también, inesperadamente, me alejé de él.
No hubo palabras, únicamente esa sensación de
haber besado a un hermano. El encanto que provocaba en mí fue desapareciendo.
No pude verlo a los ojos. Salimos del lugar y cada quien tomó un taxi.
Al día siguiente, me llamó para invitarme un
café. Iba temerosa. Imaginé que se me iba a declarar, sin embargo, no quería
perder su amistad, así que esta vez le diría que no, que me disculpara. ¿Cómo
le iba a decir eso sin perder su amistad? Él me encantaba; me costaba trabajo
explicar lo que después de ese beso sentí. Al llegar al lujoso restaurante lo
vi y, a lo lejos, exclamé: ¡Se ve guapísimo! Nos saludamos, el mesero nos
sirvió enseguida el café y, al alejarse, me dijo:
- Mira, Alma, te cité después de pensarlo por
casi un año desde que nos conocimos. Creo que ya te habrás de imaginar por
dónde va mi conversación.
Las manos me temblaban mientras llevaba a mi
boca la taza de café. Le pedí que, por favor, no le diera tantas vueltas al
asunto y me dijera lo que tanto había escondido.
Él continuó:
- Si después de lo que voy a confesarte ya no
quieres ser mi amiga, lo voy a entender.
Lágrimas brotaron de sus ojos y, con la voz
quebrada, exclamó:
– Soy gay.
Me quedé muda y encendí un cigarro mientras él
seguía hablando.
– Tenía tanto miedo de decírtelo. En realidad,
cuando me acerqué a ti en aquella cafetería de la escuela fue porque me
gustaste desde que te vi. Nunca una mujer me había atraído tanto como me
atraes, pero mi amor es de Alejandro, mi pareja. Ahora tú decides: seguimos
siendo amigos o te vas a casa y haz de cuenta que nunca me conociste.
Entendí tantas cosas después de ese momento,
por ejemplo, su gusto por los disfraces, por Madonna y el color rosa.
Años transcurrieron y nosotros éramos
inseparables. Sus tres amigos y pareja se convirtieron en mis amigos. Me
querían y respetaban. Nunca fui a sus antros, aunque, para poder sacarme de mi
encierro, me acompañaban a los lugares “buga” para después dejarme en casa y
seguir ellos su camino hacia sus exclusivos antros. Pero algo pasó desde el
momento en que les presenté al que fuera mi novio y, posteriormente, mi esposo.
El distanciamiento fue repentino hasta ya no recibir más llamadas ni visitas.
Sólo recuerdo que Octavio, en su última llamada, me dijo: “Alma, prométeme que
el día que creas necesitarme no dudarás en llamarme; sabes, amiga, que siempre
estaré dispuesto para ti”.
Sin entender la razón de sus palabras en ese
momento, cerré la puerta de mi destino y me dispuse a seguir un falso cuento de
hadas.
Seis años más tarde, en una noche de lluvia,
llegó mi marido alcoholizado y, con su amante, tiraron a golpes la puerta de mi
casa. Asustada, llamé a Octavio. Demasiado tarde. El hombre me golpeó
salvajemente, aprovechándose que me encontraba enferma, con fiebre y con las
manos atadas por su amante.
-Háblales, perra- decía mientras golpeaba mi
cara-. A ver quién de tus amiguitos viene a defenderte.
Me arrojó al suelo y perdí el sentido. No
recuerdo cuántas horas transcurrieron. Simplemente recuerdo unas suaves manos
limpiando mi rostro ensangrentado para
después levantarme del piso, al tiempo que dio órdenes a su sirvienta
para cuidar de mis hijos mientras esperaba la ambulancia.
Mi ex esposo desapareció por tres días y una
tarde, mientras Octavio me hacía compañía, llegó dando insultos y agrediendo a
mi amigo repitiéndole incansables veces la palabra maricón. De pronto, le
propinó un puñetazo. Octavio se levantó y le dijo:
-Lo maricón lo llevo en las nalgas, pero lo
hombre lo llevo en los puños igual que tú y éstos te van a enseñar a respetar.
Lo dejó ciego del ojo derecho.
Octavio da cátedra en una prestigiada
universidad, vive con su pareja, tiene un gran corazón, es gay y también mi
amigo.